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Poligamia, ¿Por qué conformarse con una?

agosto 31, 2011 0 comentarios


Por: Gerardo Lammers:

Si usted, caballero, se considera un hombre sensible, pasional y relativamente liberal; si el hecho de tener amantes ya dejó de hacerle gracia y quiere pasar a la siguiente etapa; o si simplemente le sobra dinero y quiere hacerse la vida difícil, entonces quizá sea la poligamia lo que ande buscando.

Paul Gauguin, el pintor que terminó sus días en la Polinesia, rodeado de hermosas aborígenes, nos legó algunas de las visiones más puras, idealistas, sugerentes y, si cabe la palabra, virginales, de la poligamia. Se trata, claro, de una imagen de la poligamia en la que el macho es dador de vida, deidad y figura de culto. Sin embargo, ¿es esto posible en el mundo de hoy?, Si es así, ¿cuánto cuesta llegar allí?. Entendemos por poligamia ese tipo de matrimonio (y subrayemos la palabra: matrimonio) en que se permite a una persona estar casada con varios individuos al mismo tiempo. En este caso, nos referiremos de manera especial a la poliginia, es decir, al matrimonio de un hombre con múltiples mujeres.

Dejando de lado ese chip instalado que dice que, en virtud de que siempre han existido más mujeres que hombres, los primeros nos tenemos que repartir a las segundas, lo cierto es que desde tiempos inmemoriales la poligamia ha contribuido a la expansión de la especie humana en el planeta y aparece citada en libros sagrados como el Antiguo Testamento y el Mahabharata (donde por cierto aparece la poliandria, es decir, el matrimonio de una mujer con varios hombres). Sociedades y culturas de los cinco continentes la han hecho suya.

Mucho antes de la invención del bungee jumping, los aborígenes norteamericanos ya practicaban los compromisos extremos. Encontraron en la poligamia el medio ideal para acabar con el aburrimiento. Y así llegamos hasta nuestros días, en los que la poligamia, mal que bien, sigue presente. En Asia, por ejemplo, aunque el hinduismo no la permite, tampoco la prohíbe. Los musulmanes de India tienen permitido tener varias esposas. Si volteamos hacia el África subsahariana descubriremos que la poligamia ha estado presente en minorías acaudaladas y clases gobernantes. En América, en el estado de Veracruz, en México, el hombre y sus esposas habitan en un mismo espacio y los hijos son educados como hermanos. Un poco más al norte, en Estados Unidos, se han descubierto sonados casos de jefes mormones que han querido hacer de la poligamia una fábrica clandestina de fieles.

El hecho de que todos los cónyuges compartan la misma casa es uno de los aspectos más delicados de toda relación poligínica. Algunos expertos advierten que no es recomendable que las esposas convivan demasiado entre sí (las razones son obvias). Sugieren ubicarlas en casas distintas o, si se cuenta con los medios, en ciudades o en países distantes. Otros analistas, en cambio, ven en la convivencia diaria entre cónyuges una manera de optimizar recursos y alcanzar altísimos niveles de conciencia al mismo tiempo. Aquí arribamos a uno de los supuestos inconvenientes de la poligamia en el mundo moderno: el factor económico. Si usted no es un jeque petrolero de los Emiratos Árabes Unidos, en teoría usted se vería obligado a quintuplicar esfuerzos y a aceptar trabajos inverosímiles que le permitan mantener el nivel de vida de usted, de las suyas y toda la prole que pueda venir detrás.

"Hay mucha competencia en el matrimonio polígamo", confesó a BBC la profesora ghanesa Genevieve Kuidor, primera de tres esposas. Se calcula que en Ghana la poligamia constituye 29% de todos los matrimonios en el norte de este país. "Si una esposa tiene diez hijos, la otra esposa querrá más. Si el marido compra algo para una esposa, la otra esposa también querrá lo mismo", agregó la académica.

Si bien se considera cierto que la poligamia puede desatar la rivalidad entre sus cónyuges, lo importante es que usted no enloquezca y sepa capitalizar la situación. Tenga en cuenta que los celos surgen sólo cuando el marido decide  escoger a una mujer como su favorita por encima de las demás y lo hace evidente. Pero, ante todo, la poligamia debe entenderse como un acuerdo razonable entre las partes. Por otro lado, la competencia en el matrimonio polígamo puede tener sus ventajas. Dos cabezas piensan (y trabajan) mejor que una. Ya no digamos tres, cuatro, cinco o “n” número de cabezas. Si usted es de los afortunados que pueden mantener a todas sus señoras bajo un mismo techo, lo más recomendable es que éstas se ayuden entre sí con los quehaceres de su casa o edificio. Una sana competencia deberá verse reflejada en todos y cada uno de los aspectos de ésta, su empresa familiar.

Ahora bien, ¿qué hacer con ese tiempo libre engendrado (si se me permite la expresión) por el modelo poligámico? Aquí se abre un mar de posibilidades que pueden llevar a un crecimiento económico capaz de sacar del subdesarrollo hasta a la comunidad más indolente. Si bien es cierto que se han registrado casos de abuso, como el de Liès Hebbadj, el argelino polígamo que se dedicó (y muy probablemente se sigue dedicando) a defraudar al Estado francés con las ayudas sociales solicitadas por sus respectivas esposas, lo importante es ser un hábil hombre de negocios con principios muy firmes y una firma de abogados que lo respalde.

Pero volviendo a la esfera personal, la poligamia debe conducirlo a una vida saludable, algo que traerá consecuencias que, poco a poco, usted notará en su desempeño. Mantener a varias esposas requiere un estado mental y físico óptimo. Es un reto, para qué negarlo. Y la vida está llena de retos. Así que si, por casualidad llegara a presentarse algún momento de flaqueza, escasez y bajos rendimientos, recuerde siempre que miles de ghaneses no pueden estar equivocados. Bien mirada, la poligamia es no sólo una variante del optimismo y la fidelidad (hay quien también la ve como la mejor manera de desinteresarse por el sexo). En estos tiempos de fraudes globales y crisis económicas apocalípticas, se trata de un retorno a las corporaciones familiares y una manera de hacerle frente al dominio chino.

Con media docena de esposas y varias docenas de hijos que mantener (en caso de que adopte el modelo clásico), llegará un momento en que usted, caballero, se mirará al espejo y descubrirá, esperamos, a un empresario amoroso, socialmente responsable y comprometido con no seguir abaratando la mano de obra (tendrá motivos familiares para ello). Y si por alguna remotísima causa algo llegara a fallar, siempre quedará la posibilidad de un divorcio múltiple. Tal parece que ahí radica el gran secreto de la poligamia: en el éxtasis que provoca liberarse de ella. Entonces, y sólo entonces, lo comprenderemos: los paraísos pintados por el gran Gauguin se bastan a sí mismos y son más que suficientes.

Diatriba contra el condon

agosto 24, 2011 0 comentarios


Por Jotamario Arbeláez: 

Hacer el amor con condón es una de las formas más aberrantes del onanismo. Quien diga que ha hecho el amor con otra persona usando condón, no lo ha hecho, simplemente se ha masturbado. La leche milagrosa pierde el encanto para el que fue creada, que consiste en empapar las mucosas puestas a disposición. El máximo prestigio de esta tripa plástica es que dificulta el embarazo no deseado -como si alguno lo fuera- y las enfermedades venéreas.

Ahora se ha venido a revelar, por parte de autoridades médicas y religiosas interesadas en la procreación sin control, que el tal revestimiento de látex es más poroso que un estropajo. Y que así como deja colar el espermatozoide obstinado, con mayor razón el virus del sida. Advirtiéndoles a quienes diariamente utilizan el tan publicitado adminículo para estar libres de todo mal y peligro, que están equivocados. No lo creo, y si bien las bondades del preservativo son innegables, puedo perfectamente abstenerme de ellas sin que esté defendiendo a la Iglesia. Los hijos que iba a tener ya los tuve, lo mismo que las tales enfermedades. A estas alturas de la vida, y con esta malicia indígena, uno ya sabe con quién se acuesta. Basta con mirarle a la muchacha el iris del ojo.

El trauma, si así puede llamarse, comenzó en mi pubertad cuando, para ganar una apuesta, me allegué hasta la farmacia, y sacando pecho y con voz gruesa solicité a la dependiente preservativos -que no iba a decir condones-, y hasta aventuré marca y presentación, Tres Cadetes en su caja de lata, a lo que ella me contestó como a la larva de poeta minimalista que era que no tenían tallas pequeñas, para evitar decirme que estaba prohibida la venta a menores, cuando yo ya calzaba las medias de mi papá.

Cuando al fin conseguí uno de contrabando, ante la máxima urgencia del ser humano -Flora había consentido en dejarse-, al ir a ponérmelo resultó que no resbalaba, ante lo cual ella se permitió colocarme el redondel en el glande y procedió a ir empujando con la boca el látex hacia la base del tronco, haciéndome ver tal chispero que me extrovertí enseguida rellenando la cápsula, y no había tiempo ni repuesto para esperar por una segunda erección. Así, el único virgo presunto al que tuve acceso para desflorar en la vida se frustró por este adminículo.

Cuando ya logré colocármelo bien y ensartarlo como Dios manda, muchos años después y por puro morbo, porque la joven meretriz tenía carné sanitario, fue tan trituradora la cucaracha que cuando lo saqué estaba hecho añicos. El condón y su contenido. Pudo también haber ocurrido que como el semen juvenil sale disparado a una velocidad de 45,6 km por hora, la dichosa capucha del condón se haya desflecado. Desde entonces comencé a considerar al prestigioso embeleco bajo beneficio de inventario.

Para nadie es un secreto que un condón oficial huele inmundo, huele a lo que es, huele a profiláctico. Para compensar esa agresión a un sentido tan exigente, han tratado de impresionar la vista y el gusto con colores y con sabores. Pero los colores se pierden en el oscuro. Solo sirven los colores fluorescentes, para no extraviarse cuando se va la luz en el motel.

Respecto de los sabores que les adosan a los condones de marca, el refinado intelectual Fernando Toledo me informa que no son de buen gusto, que para lo único que sirven es para hacer abrir más la boca en la arcada, que es preferible el bouquet a berrinche del original, no importa que sean de banana, de fresa chicle, de papaya o de chontaduro.

Lo que más me ha impactado de la historia del condón no es que haya aparecido en las inscripciones prehistóricas de unas cuevas francesas y en papiros egipcios, ni que lo haya formulado en el siglo XVI el médico italiano Fallopio, hecho a mano y a la medida y rociado con esencias espermicidas, o que los japoneses lo fabricaran con caparazón de tortuga, sino que lo haya reinventado en Francia el divino Marqués de Sade, envolviendo su pene en una tira de tocino para sodomizar gallinas vivas. Habiendo tantas moscas muertas.

En caso de retornar a su uso, y en honor del mártir francés que quisieron convertir en verdugo, me iría por los condones que no cumplen con sus funciones sanitarias, sino que por el contrario vienen con fundas de castigo, con aspas de zepelín o como tiburón con aletas, con sustancias inflamables, para producir la irritación del delirio a través del placer forzado.

Como lo hubiera dicho el surrealista imaginativo, no será el miedo al sida lo que me obligue a bajar la bandera de la gratificación.

Me enamore de una Ninfomana

agosto 18, 2011 1 comentarios



POR ANDRÉS MAURICIO ORTIZ:
La fantasía de muchos es enredarse con una ninfómana. Yo lo hice y el sueño se volvió una pesadilla. La conocí en un bar. Yo acababa de salir de un noviazgo en el que complacía a mi novia en todo para que se acostara conmigo, pero rara vez lo hacíamos y ella solo accedía para que no la molestara. Con ella todo fue distinto, me abordó, dijo que la enloquecía mi olor y la forma en que me subía las gafas cuando se me escurrían. Se tomó su Martini en fondo blanco, me arrastró de la mano hasta el parqueadero y me empujó sobre el platón de una Luv. Ahí, sin importar que estuviera lloviznando y sin que yo supiera su nombre ni ella el mío, me hizo el amor. Tan pronto terminamos, se bajó la falda y nos montamos en su carro. Me dejó en mi casa y cuando le pedí su teléfono se rio, como quien dice "qué intenso". A mí me encantó la actitud. Un par de veces había tenido sexo casual, pero las mujeres siempre estaban buscando algo serio de alguna manera. Ella no. Parecía que nada le importaba. Lo que buscaba era sentir que tenía el poder, que ella era la que abandonaba a los hombres y no al revés.

Seguimos viéndonos. Me parecía de lujo que le gustara tanto el sexo, pero a veces, después de hacer el amor, notaba que se quedaba mirando el techo fijamente y que se le salían las lágrimas. "Sentimentalismos típicos de las mujeres", pensaba ingenuamente sin saber que a ella le remordía la conciencia. Su apetito sexual era insaciable. Yo hacía ejercicios de respiración para durar más. Ella se subía sobre mí, me agarraba de las muñecas y me devoraba. Con intervalos de 5 minutos, lográbamos hacerlo hasta tres o cuatros veces seguidas. El arranque le daba en cualquier lugar. Una noche en pleno concierto de jazz metió su mano en mi pantalón. La intenté apartar pero insistía, así que decidí salir con ella al baño para terminar lo que había iniciado. Cosas así pasaron en un museo, en una sala de cine y hasta en un matrimonio. Hasta ahí me parecía una mujer "necia". Después empecé a ver que compraba revistas porno, tenía sexo virtual y cuando no la satisfacíamos, yo o los hombres que conocía en cualquier parte y de los que yo no tenía ni idea, se masturbaba. Desde su jefe hasta el mensajero pasaron por sus manos sin que yo supiera. Perdió el puesto varias veces. Durante esos seis meses bajé unos cinco kilos, mi cara se veía chupada y ella no parecía satisfecha. Empezó a desaparecer sin dar explicaciones y cuando llegaba la notaba deprimida. Al principio no entendía nada. Pero después de encontrar un librito verde en el que anotaba con rayitas el número de hombres con los que se acostaba, un cementerio de NN por los que lloraba, pero también por los que se sentía más hermosa y deseada, no me aguanté y le pregunté que si tenía sexo con más hombres. Me dijo que eso era parte de su intimidad y el tema quedó vetado. Pero yo quedé dudando.

Un día llegué a su casa y me recibió llorando, destrozada. Me pedía perdón, me repetía que me amaba, que era el único hombre con el que podía hacer el amor sin sentirse sucia. No entendía nada, hasta que me dijo literalmente que se había acostado con otro, con otros tipos. Me dijo que creía que sufría de una compulsión involuntaria por el sexo que no lograba controlar. Me dieron ganas de gritarle que era una puta, pero empezó a llorar y se metió al baño. Prendió la ducha. Se refregaba el cuerpo con estropajo como si quisiera arrancarse la piel. No aguantó más cargar con ese infierno sola y me lo contó todo, desde el principio. Que en la fiesta de quince de su prima, cuando tenía 13 años, se le había saltado por primera vez el tornillo. Que se había tomado un ponche y se había encerrado con dos chicos en un clóset. Siguieron más hombres, más rayitas. El resto fue del mismo calibre. Pepas, sexo en ascensores, en buses, aviones y salones de la universidad. Todo vacío y sin nombre. Yo era una especie de paréntesis en donde había logrado controlarse un poco.

Insistió en que me quedara. No dormimos. Cada uno se encerró en sus pensamientos y daba vueltas en la cama. Pensé en la posibilidad de que fuera mi culpa, por no satisfacerla. Intenté entenderla, perdonarla. Cuando logré dormirme, vi a su jefe, a mi mejor amigo, al maldito celador y hasta a mi hermano en sus brazos. Soñé que era una especie de mantis religiosa. Iba devorando hombres y yo la veía desde abajo. Le gritaba y no me oía. Me paré a las cuatro de la mañana y la dejé tirada. Era imposible creer que se trataba de una enfermedad y no de una simple casquifloja.

Traté entonces de hacer lo mismo: me fui a un bar, coqueteé y estuve con otra vieja. Volví a su casa borracho. Le dije que quería entenderla, pero fracasé. Era inevitable pensar que era una puta. Le pedí que renunciara a su trabajo, como un intento ingenuo de evitar posibles encuentros sexuales. Aunque empezó a ir al siquiatra, yo me convertí en un monstruo celoso y paranoico. Desistí de controlarla tan pronto entendí que tarde o temprano un gesto, una mirada o un olor de cualquiera que viera en el ascensor sería suficiente para despertarle ese demonio sexual que la poseía.

Una noche, con unos tragos encima, le pregunté a un siquiatra muy amigo cómo podía uno distinguir a una ninfómana. Me dijo que la línea era tan delgada que tenía que analizarse cada caso. Le conté lo del libro, lo de las revistas, la intensidad con la que teníamos sexo y me dijo que muy posiblemente Mariana era ninfómana. Preferí terminar con esa relación tan enfermiza. Pero aprendí que la fidelidad va más allá de acostarse o no con otros. Se trata más de lealtad que de exclusividad sexual. Su corazón siempre me perteneció, pero su cuerpo y su cabeza le jugaban malas pasadas, qué le vamos a hacer. A lo mejor sigue yendo al siquiatra y ha logrado controlarse. Me siento mal de no haber sido capaz de ayudarla. Pero si hubiéramos seguido, mi autoestima habría desaparecido por completo.

Elogio del divorcio

agosto 10, 2011 0 comentarios

Por Óscar Collazos:

El divorcio es, para muchos, la salida de emergencia de un lugar donde hubiera sido preferible no haber estado nunca. Y aunque se acepte que con el divorcio empieza el proceso de paz de una guerra que parecería no tener fin, muchos son también los seres humanos que tropiezan de nuevo en la misma piedra: el matrimonio.

Si empezáramos con la comparación imaginaria de las fotografías que dan cuenta de matrimonio y divorcio, tomadas en un lapso no necesariamente largo ni breve, veríamos que las primeras tuvieron "testigos" llamados invitados, unánimes en la celebración de la fecha, y las últimas no pasan de ser un encuentro en la oficina de un juez o un notario, a veces con testigos que están irreconciliablemente divididos. Los seres que entraron al matrimonio no serán nunca los mismos que salieron por la puerta del divorcio.

Quien sale del matrimonio lo hace con heridas a menudo invisibles. Lo que hará en adelante, será tratar de superar la gravedad de las heridas. Son muchas las que quedan en los sobrevivientes de matrimonio y divorcio, algunas tatuadas en la memoria, otras vulgarmente visibles en el cuerpo. El tamaño de esas heridas determina el grado de resentimiento del sobreviviente. No son pocos los que, al salir malheridos, se niegan para siempre la posibilidad de tropezar de nuevo con la misma piedra.

Hay divorcios y divorcios, y en lo único que coinciden es en la aceptación del final de un viaje que algunos quisieran no haber empezado nunca. Contradictorio por naturaleza, el ser humano hace coincidir la búsqueda de la felicidad en dos hechos antagónicos: el matrimonio y el divorcio. Claro que lo primero, el matrimonio, no siempre es la búsqueda de la felicidad. De lo que sí podemos estar seguros es que el divorcio es la única solución posible a la felicidad no conseguida.

El divorcio es a veces la firma de un contrato que aunque no tiene fecha fija de finalización contiene, en cambio, las cláusulas obligatorias para la disolución de la sociedad. Es lo que desde siempre se ha llamado "matrimonio de conveniencia", algo que la humanidad nunca pudo evitar. Casar a mujer joven, pobre y bella con viejo rico y feo; unir a rico comerciante con aristócrata empobrecida no son sino ejemplos de una prestación mutua de servicios. Aunque no hayan cotizado en la bolsa, belleza y juventud siempre fueron valores de mercado. Se supo de los matrimonios pero nunca se supo de los divorcios de estas parejas.

Ricos y famosos de nuestra época oficializan de antemano las cláusulas de lo inevitable: se casan a sabiendas de que el divorcio acecha en la esquina y que lo mejor es facilitarles el trabajo a los jueces señalando en el contrato las compensaciones económicas, mucho más importantes que la posesión de los hijos. En esta modalidad de matrimonio importan más las cifras concertadas que las heridas. Las cicatrices que ha dejado un matrimonio tumultuoso serán borradas por el siguiente compromiso. Tarde o temprano, se acabará aceptando que lo importante no es tener conciencia del matrimonio sino del divorcio, la situación legal que define el monto de la fortuna.

¿Por qué los pobres se divorcian menos que los ricos? Por lo expuesto con anterioridad y tal vez porque los pobres tienen menos que dividir y el divorcio sería algo así como dividir en dos la pobreza, en dos las responsabilidades, en dos los rencores que sobrellevan mejor dos que uno. Los pobres soportan el matrimonio con mayor resignación que los ricos. Siendo igualmente o más graves las causales del divorcio, las afrontan como una fatalidad que tiene de vez en cuando la catarsis de la violencia, mejor dicho, la técnica de arreglar a puños y patadas lo que ya no se puede resolver con el diálogo. Parcos en el diálogo, los matrimonios de los pobres pueden durar toda una vida, porque el mundo de los pobres es a menudo el mundo de la resignación y el fatalismo, un irracional y casi atávico respeto a las instituciones. Si en el centro de esas instituciones se encuentra "la voluntad de Dios", más vale arreglárselas con ellas que encontrarles una salida. Eso piensan los ricos. Los pobres no son clientes de los tribunales eclesiásticos.

No quiero decir con lo anterior que los pobres no se divorcien; quiero decir que lo hacen menos que los ricos. Las turbulencias del matrimonio, que no son nuevas sino distintas en cada época, tuvieron y acaso tengan todavía una salida distinta al divorcio. Es la salida conocida como adulterio, que no es cosa de pobres o ricos sino una solución a la inconformidad o la curiosidad humana. Es probable que socialmente sea más aceptado el adulterio que el divorcio. Por una razón muy sencilla: el adulterio solo pone en entredicho la función de la sexualidad; el divorcio pone en discusión la naturaleza misma de la institución matrimonial.

En las sociedades patriarcales, apegadas a las instituciones religiosas y civiles, el adulterio masculino no fue excepción sino norma. La figura de la "querida", mantenida lejos de casa pero siempre a mano, impidió que el divorcio tuviera la frecuencia de hoy. El adulterio femenino -escandaloso, prohibido y penalizado-, fue, en cambio, no la causal de separaciones y divorcios sino de incontables crímenes pasionales. Para que el divorcio perdiera el carácter de una solución maldita, se necesitaron cambios esenciales en la sociedad. Había que volver civil y laico lo que era religioso y celestial. Era como si se temiera más al castigo de Dios que al castigo de uno de los cónyuges, pues en la dinámica de un mal matrimonio la convivencia es un castigo que se castiga a menudo con violencia física.

A medida que nuestra sociedad se ha vuelto laica, se ha ido perdiendo el miedo al divorcio. Aunque las cifras del divorcio sean más altas en las capas medias y altas, es probable que, entre los pobres, la solución a un mal matrimonio no sea el divorcio sino la "separación de cuerpos". Como no hay nada que dividir, ni siquiera a los hijos que se quedarán con la madre, ¿qué se ganaría con un divorcio?

Si una frase sensata recorre la ruta que va del matrimonio al divorcio, esa frase es rotunda: El amor no siempre basta. De allí su transformación en gelatina de rencores y odios. Nada más temible que un amor defraudado, nada más imprevisible que un hombre o una mujer desengañados. Cuando el matrimonio atraviesa aguas revueltas que ninguno de los dos apacigua, que, por el contrario, se vuelven más revueltas con sus remolinos de intransigencias y malentendidos, aparece en el horizonte una lucecita salvadora: el divorcio. Sin embargo, no es fácil decidir que la salida se encuentra de ese lado.

En la terquedad viciosa de hombres y mujeres, mejor dicho, en la terquedad de las parejas que tienen la esperanza de cambiar lo que ya nada ni nadie cambia, la vida del matrimonio acaba por convertirse en un infierno. En un infierno o en una agonía. Por eso, sensatamente, lo recomendable es interrumpir el ciclo de incubación de los rencores. Un matrimonio que no se interrumpe a tiempo es lo más parecido a la Ley de Justicia y Paz: se entregan las armas pero la guerra no se interrumpe, se sigue dando por otros medios.

Aunque el elogio del divorcio no signifique una diatriba contra el matrimonio, soy de los que creen que a este se puede entrar tantas veces como se desee, pero seguro de que no habrá obstáculos que impidan la elección del primero. En otras palabras: matrimonio y divorcio no se contradicen; se complementan. Es posible que la mayoría de las parejas piensen que se casan para siempre y pongan todo su empeño en conseguirlo. Pero la desconcertante naturaleza humana tiene respuestas misteriosas al enfrentamiento entre la realidad y el deseo. Y no solo eso: nadie conoce de verdad a quien lo acompaña en el viaje llamado matrimonio. Cuando las partes empiezan de verdad a conocerse, ya es tarde. Pueden tratar de acomodarse a las nuevas realidades, pero fue tan grande e ilusorio el deseo, que las miserias cotidianas deciden la partida.

Busco novia sin hijos

agosto 03, 2011 0 comentarios

Por Santiago Roncagliolo:

Imaginen a una mujer atractiva, de treinta y pocos años, de ojos verdes y sedosa cabellera roja, la sonrisa luminosa. Imaginen su piel aún suave y su cuerpo ya experto. Su conversación atrayente de mujer vivida. Imaginen la envidia de los demás cuando un hombre entra con ella en una fiesta. Los susurros de odio de los caballeros, la mayoría casados con gordas peludas de ancas severamente damnificadas por múltiples partos. Imaginen la sensación de ese hombre de volver a la adolescencia, de ser de nuevo el alma de la fiesta, el blanco de todas las miradas.

Ahora completen el cuadro: imaginen a un pequeño monstruo, una alimaña de 12 años con fierros en la boca y muy, muy mala leche. Un chico celoso capaz de incendiar el mundo, listo para sacar un cuchillo en defensa de lo que cree suyo, una sabandija sin moral, sin comprensión y sin sentimientos. Un psicópata con primaria completa.

Me gustaría decir que yo era el hombre que salía con la pelirroja guapa, la víctima dolida e inocente de esta historia de amor imposible. Pero me temo que yo era el monstruo.

Cuando llegué a primero de secundaria, mis padres cumplieron un año de divorcio. Durante los primeros meses, me había embargado la sensación de que ellos eran una anomalía social, un accidente de la naturaleza. Pero después de un tiempo, mis sentimientos habían evolucionado hacia una extraña forma de orgullo.

Rodeado de chicos con padres casados, represivos y vetustos, yo me sentía moderno, diferente, progre. Cierta aura de rebeldía me rodeaba y me hacía ver valeroso ante los demás chicos. Volaba puertas del vecindario con una pequeña versión de la dinamita que en Lima llamábamos "rata blanca". O directamente las tumbaba a patadas para colarme en ellas incurriendo en allanamiento de morada e intento de robo, ambos delitos castigados en mi país con penas de cárcel. Por supuesto, no hacía nada de esto solo. Siempre me acompañaba algún otro idiota de mi edad. Y por supuesto, siempre nos descubrían. Supongo que lo hacía para eso.

Para las madres de mis cómplices, yo era el pequeño delincuente del barrio. Pero también, representaba un alivio, porque les permitía salvar su responsabilidad en el asunto.

Como hijo-de-divorciados, yo tenía patente de corso. Era demasiado pequeño para ser responsable de mis actos y demasiado grande para evitarlos. Durante ese año, insulté al profesor de filosofía y me oriné en la sala de profesores del colegio. Me escapé sistemáticamente de casa y traté de acostarme con tres mujeres maduras de catorce años. Me declaré en huelga de hambre durante los almuerzos y fui suspendido del colegio tres veces. En la última de las suspensiones, las autoridades argumentaron "insubordinación". Me encantaba esa acusación. Cada vez que conocía a alguien, me presentaba con las siguientes palabras:

—Hola, me llamo Santiago y mis papás son divorciados ¿Los tuyos, no?.

El pobre Édgar —yo creo que se llamaba Édgar, pero en ese tiempo, hice todo lo posible por no retener su nombre— apareció en esa época, aparcando su Mercedes Benz verde claro en la puerta de mi casa, pisoteando mi territorio con sus aros relucientes y, lo peor de todo, besando a mi madre en la comisura de los labios. Era una clara declaración de guerra.

Mamá no había tenido una pareja desde el divorcio, y mi plan era que no la tuviese jamás. ¿Por qué necesitaba a un hombre? ¡Me tenía a mí! ¿Quién más iba a robar chocolates de una tienda para regalárselos? ¿Quién iba a partirle la boca al que dijese "tu mamá está buena" en el colegio? ¿Quién iba a quererla como yo, en las buenas y en las malas, en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad?

Yo era celoso pero no estúpido. Comprendí rápidamente que no podía atacar directamente a ese hombre. Era mejor plan sonreírle, acogerlo, acariciarlo, y atacar su posesión más preciada: su Mercedes Benz. El órgano que más le duele a un hombre es siempre su carro.

Un fin de semana, Édgar invitó a mi madre a la playa. Y yo invité a mis amigos a la misma playa para forzar un "encuentro casual". Como era de esperarse, a Edgar no le quedó más remedio que ofrecerse a llevarme de regreso, y si me llevaba a mí, tendría que llevar a mis amigos.

Mis amigos eran seis. Habían sido cuidadosamente seleccionados entre mi pandilla: cuatro de ellos eran hijos de divorciados. Durante la hora y media de camino, dos nos dedicamos a jugar con el botón de sus ventanas. Otros dos —los mayores del grupo— encendieron cigarrillos y quemaron los tapices. Los restantes jugaron con la radio y rompieron dos casetes de música clásica (fue de casualidad). Preocupado por el desbarajuste del asiento trasero, Édgar estuvo a punto de salirse de la carretera en repetidas ocasiones, y muy cerca de estrellarse contra un camión de cerveza.

Ya en casa, mi madre trató de compensarlo invitándolo a tomar un café. Supongo que tenía en mente algún tipo de escarceo, porque me mandó a jugar con mis amigos "tan lejos como sea posible". Pero no fuimos muy lejos. Cuando Édgar salió de mi casa, la carrocería de su Mercedes estaba rayada y uno de sus neumáticos había pasado a mejor vida.
Nunca volví a ver a ese hombre.

Casi dos décadas después, conocí a una chica muy guapa. Ella era divertida, inteligente, culta, y tenía un cuerpo de escándalo. Logré sortear su indiferencia inicial e invitarla a salir. Cenamos abundantemente y me aseguré de que bebiésemos copiosamente. La acompañé a su casa de madrugada, y en la puerta del edificio, al despedirnos, rocé sus labios con los míos. Ella dijo:

—¿Quieres subir y tomar una copa más? Pero tenemos que ir calladitos. El niño está durmiendo.
—¿Tienes un hijo? ¿Qué edad tiene?
—Doce. Pero parece de menos. Usa aparatos en los dientes.
—¿De verdad? Escucha, me parece que no debemos ir tan rápido ¿Ok? Ya te llamaré en estos días.

Traté de besarla sin que se notasen mis prisas por huir. No sé si lo logré. Al año siguiente, me casé con otra mujer.

 
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