El divorcio es, para muchos, la salida de emergencia de un lugar donde hubiera sido preferible no haber estado nunca. Y aunque se acepte que con el divorcio empieza el proceso de paz de una guerra que parecería no tener fin, muchos son también los seres humanos que tropiezan de nuevo en la misma piedra: el matrimonio.
Si empezáramos con la comparación imaginaria de las fotografías que dan cuenta de matrimonio y divorcio, tomadas en un lapso no necesariamente largo ni breve, veríamos que las primeras tuvieron "testigos" llamados invitados, unánimes en la celebración de la fecha, y las últimas no pasan de ser un encuentro en la oficina de un juez o un notario, a veces con testigos que están irreconciliablemente divididos. Los seres que entraron al matrimonio no serán nunca los mismos que salieron por la puerta del divorcio.
Quien sale del matrimonio lo hace con heridas a menudo invisibles. Lo que hará en adelante, será tratar de superar la gravedad de las heridas. Son muchas las que quedan en los sobrevivientes de matrimonio y divorcio, algunas tatuadas en la memoria, otras vulgarmente visibles en el cuerpo. El tamaño de esas heridas determina el grado de resentimiento del sobreviviente. No son pocos los que, al salir malheridos, se niegan para siempre la posibilidad de tropezar de nuevo con la misma piedra.
Hay divorcios y divorcios, y en lo único que coinciden es en la aceptación del final de un viaje que algunos quisieran no haber empezado nunca. Contradictorio por naturaleza, el ser humano hace coincidir la búsqueda de la felicidad en dos hechos antagónicos: el matrimonio y el divorcio. Claro que lo primero, el matrimonio, no siempre es la búsqueda de la felicidad. De lo que sí podemos estar seguros es que el divorcio es la única solución posible a la felicidad no conseguida.
El divorcio es a veces la firma de un contrato que aunque no tiene fecha fija de finalización contiene, en cambio, las cláusulas obligatorias para la disolución de la sociedad. Es lo que desde siempre se ha llamado "matrimonio de conveniencia", algo que la humanidad nunca pudo evitar. Casar a mujer joven, pobre y bella con viejo rico y feo; unir a rico comerciante con aristócrata empobrecida no son sino ejemplos de una prestación mutua de servicios. Aunque no hayan cotizado en la bolsa, belleza y juventud siempre fueron valores de mercado. Se supo de los matrimonios pero nunca se supo de los divorcios de estas parejas.
Ricos y famosos de nuestra época oficializan de antemano las cláusulas de lo inevitable: se casan a sabiendas de que el divorcio acecha en la esquina y que lo mejor es facilitarles el trabajo a los jueces señalando en el contrato las compensaciones económicas, mucho más importantes que la posesión de los hijos. En esta modalidad de matrimonio importan más las cifras concertadas que las heridas. Las cicatrices que ha dejado un matrimonio tumultuoso serán borradas por el siguiente compromiso. Tarde o temprano, se acabará aceptando que lo importante no es tener conciencia del matrimonio sino del divorcio, la situación legal que define el monto de la fortuna.
¿Por qué los pobres se divorcian menos que los ricos? Por lo expuesto con anterioridad y tal vez porque los pobres tienen menos que dividir y el divorcio sería algo así como dividir en dos la pobreza, en dos las responsabilidades, en dos los rencores que sobrellevan mejor dos que uno. Los pobres soportan el matrimonio con mayor resignación que los ricos. Siendo igualmente o más graves las causales del divorcio, las afrontan como una fatalidad que tiene de vez en cuando la catarsis de la violencia, mejor dicho, la técnica de arreglar a puños y patadas lo que ya no se puede resolver con el diálogo. Parcos en el diálogo, los matrimonios de los pobres pueden durar toda una vida, porque el mundo de los pobres es a menudo el mundo de la resignación y el fatalismo, un irracional y casi atávico respeto a las instituciones. Si en el centro de esas instituciones se encuentra "la voluntad de Dios", más vale arreglárselas con ellas que encontrarles una salida. Eso piensan los ricos. Los pobres no son clientes de los tribunales eclesiásticos.
No quiero decir con lo anterior que los pobres no se divorcien; quiero decir que lo hacen menos que los ricos. Las turbulencias del matrimonio, que no son nuevas sino distintas en cada época, tuvieron y acaso tengan todavía una salida distinta al divorcio. Es la salida conocida como adulterio, que no es cosa de pobres o ricos sino una solución a la inconformidad o la curiosidad humana. Es probable que socialmente sea más aceptado el adulterio que el divorcio. Por una razón muy sencilla: el adulterio solo pone en entredicho la función de la sexualidad; el divorcio pone en discusión la naturaleza misma de la institución matrimonial.
En las sociedades patriarcales, apegadas a las instituciones religiosas y civiles, el adulterio masculino no fue excepción sino norma. La figura de la "querida", mantenida lejos de casa pero siempre a mano, impidió que el divorcio tuviera la frecuencia de hoy. El adulterio femenino -escandaloso, prohibido y penalizado-, fue, en cambio, no la causal de separaciones y divorcios sino de incontables crímenes pasionales. Para que el divorcio perdiera el carácter de una solución maldita, se necesitaron cambios esenciales en la sociedad. Había que volver civil y laico lo que era religioso y celestial. Era como si se temiera más al castigo de Dios que al castigo de uno de los cónyuges, pues en la dinámica de un mal matrimonio la convivencia es un castigo que se castiga a menudo con violencia física.
A medida que nuestra sociedad se ha vuelto laica, se ha ido perdiendo el miedo al divorcio. Aunque las cifras del divorcio sean más altas en las capas medias y altas, es probable que, entre los pobres, la solución a un mal matrimonio no sea el divorcio sino la "separación de cuerpos". Como no hay nada que dividir, ni siquiera a los hijos que se quedarán con la madre, ¿qué se ganaría con un divorcio?
Si una frase sensata recorre la ruta que va del matrimonio al divorcio, esa frase es rotunda: El amor no siempre basta. De allí su transformación en gelatina de rencores y odios. Nada más temible que un amor defraudado, nada más imprevisible que un hombre o una mujer desengañados. Cuando el matrimonio atraviesa aguas revueltas que ninguno de los dos apacigua, que, por el contrario, se vuelven más revueltas con sus remolinos de intransigencias y malentendidos, aparece en el horizonte una lucecita salvadora: el divorcio. Sin embargo, no es fácil decidir que la salida se encuentra de ese lado.
En la terquedad viciosa de hombres y mujeres, mejor dicho, en la terquedad de las parejas que tienen la esperanza de cambiar lo que ya nada ni nadie cambia, la vida del matrimonio acaba por convertirse en un infierno. En un infierno o en una agonía. Por eso, sensatamente, lo recomendable es interrumpir el ciclo de incubación de los rencores. Un matrimonio que no se interrumpe a tiempo es lo más parecido a la Ley de Justicia y Paz: se entregan las armas pero la guerra no se interrumpe, se sigue dando por otros medios.
Aunque el elogio del divorcio no signifique una diatriba contra el matrimonio, soy de los que creen que a este se puede entrar tantas veces como se desee, pero seguro de que no habrá obstáculos que impidan la elección del primero. En otras palabras: matrimonio y divorcio no se contradicen; se complementan. Es posible que la mayoría de las parejas piensen que se casan para siempre y pongan todo su empeño en conseguirlo. Pero la desconcertante naturaleza humana tiene respuestas misteriosas al enfrentamiento entre la realidad y el deseo. Y no solo eso: nadie conoce de verdad a quien lo acompaña en el viaje llamado matrimonio. Cuando las partes empiezan de verdad a conocerse, ya es tarde. Pueden tratar de acomodarse a las nuevas realidades, pero fue tan grande e ilusorio el deseo, que las miserias cotidianas deciden la partida.
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