Por Santiago Roncagliolo:
Imaginen a una mujer atractiva, de treinta y pocos años, de ojos verdes y sedosa cabellera roja, la sonrisa luminosa. Imaginen su piel aún suave y su cuerpo ya experto. Su conversación atrayente de mujer vivida. Imaginen la envidia de los demás cuando un hombre entra con ella en una fiesta. Los susurros de odio de los caballeros, la mayoría casados con gordas peludas de ancas severamente damnificadas por múltiples partos. Imaginen la sensación de ese hombre de volver a la adolescencia, de ser de nuevo el alma de la fiesta, el blanco de todas las miradas.
Ahora completen el cuadro: imaginen a un pequeño monstruo, una alimaña de 12 años con fierros en la boca y muy, muy mala leche. Un chico celoso capaz de incendiar el mundo, listo para sacar un cuchillo en defensa de lo que cree suyo, una sabandija sin moral, sin comprensión y sin sentimientos. Un psicópata con primaria completa.
Me gustaría decir que yo era el hombre que salía con la pelirroja guapa, la víctima dolida e inocente de esta historia de amor imposible. Pero me temo que yo era el monstruo.
Cuando llegué a primero de secundaria, mis padres cumplieron un año de divorcio. Durante los primeros meses, me había embargado la sensación de que ellos eran una anomalía social, un accidente de la naturaleza. Pero después de un tiempo, mis sentimientos habían evolucionado hacia una extraña forma de orgullo.
Rodeado de chicos con padres casados, represivos y vetustos, yo me sentía moderno, diferente, progre. Cierta aura de rebeldía me rodeaba y me hacía ver valeroso ante los demás chicos. Volaba puertas del vecindario con una pequeña versión de la dinamita que en Lima llamábamos "rata blanca". O directamente las tumbaba a patadas para colarme en ellas incurriendo en allanamiento de morada e intento de robo, ambos delitos castigados en mi país con penas de cárcel. Por supuesto, no hacía nada de esto solo. Siempre me acompañaba algún otro idiota de mi edad. Y por supuesto, siempre nos descubrían. Supongo que lo hacía para eso.
Para las madres de mis cómplices, yo era el pequeño delincuente del barrio. Pero también, representaba un alivio, porque les permitía salvar su responsabilidad en el asunto.
Como hijo-de-divorciados, yo tenía patente de corso. Era demasiado pequeño para ser responsable de mis actos y demasiado grande para evitarlos. Durante ese año, insulté al profesor de filosofía y me oriné en la sala de profesores del colegio. Me escapé sistemáticamente de casa y traté de acostarme con tres mujeres maduras de catorce años. Me declaré en huelga de hambre durante los almuerzos y fui suspendido del colegio tres veces. En la última de las suspensiones, las autoridades argumentaron "insubordinación". Me encantaba esa acusación. Cada vez que conocía a alguien, me presentaba con las siguientes palabras:
—Hola, me llamo Santiago y mis papás son divorciados ¿Los tuyos, no?.
El pobre Édgar —yo creo que se llamaba Édgar, pero en ese tiempo, hice todo lo posible por no retener su nombre— apareció en esa época, aparcando su Mercedes Benz verde claro en la puerta de mi casa, pisoteando mi territorio con sus aros relucientes y, lo peor de todo, besando a mi madre en la comisura de los labios. Era una clara declaración de guerra.
Mamá no había tenido una pareja desde el divorcio, y mi plan era que no la tuviese jamás. ¿Por qué necesitaba a un hombre? ¡Me tenía a mí! ¿Quién más iba a robar chocolates de una tienda para regalárselos? ¿Quién iba a partirle la boca al que dijese "tu mamá está buena" en el colegio? ¿Quién iba a quererla como yo, en las buenas y en las malas, en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad?
Yo era celoso pero no estúpido. Comprendí rápidamente que no podía atacar directamente a ese hombre. Era mejor plan sonreírle, acogerlo, acariciarlo, y atacar su posesión más preciada: su Mercedes Benz. El órgano que más le duele a un hombre es siempre su carro.
Un fin de semana, Édgar invitó a mi madre a la playa. Y yo invité a mis amigos a la misma playa para forzar un "encuentro casual". Como era de esperarse, a Edgar no le quedó más remedio que ofrecerse a llevarme de regreso, y si me llevaba a mí, tendría que llevar a mis amigos.
Mis amigos eran seis. Habían sido cuidadosamente seleccionados entre mi pandilla: cuatro de ellos eran hijos de divorciados. Durante la hora y media de camino, dos nos dedicamos a jugar con el botón de sus ventanas. Otros dos —los mayores del grupo— encendieron cigarrillos y quemaron los tapices. Los restantes jugaron con la radio y rompieron dos casetes de música clásica (fue de casualidad). Preocupado por el desbarajuste del asiento trasero, Édgar estuvo a punto de salirse de la carretera en repetidas ocasiones, y muy cerca de estrellarse contra un camión de cerveza.
Ya en casa, mi madre trató de compensarlo invitándolo a tomar un café. Supongo que tenía en mente algún tipo de escarceo, porque me mandó a jugar con mis amigos "tan lejos como sea posible". Pero no fuimos muy lejos. Cuando Édgar salió de mi casa, la carrocería de su Mercedes estaba rayada y uno de sus neumáticos había pasado a mejor vida.
Nunca volví a ver a ese hombre.
Casi dos décadas después, conocí a una chica muy guapa. Ella era divertida, inteligente, culta, y tenía un cuerpo de escándalo. Logré sortear su indiferencia inicial e invitarla a salir. Cenamos abundantemente y me aseguré de que bebiésemos copiosamente. La acompañé a su casa de madrugada, y en la puerta del edificio, al despedirnos, rocé sus labios con los míos. Ella dijo:
—¿Quieres subir y tomar una copa más? Pero tenemos que ir calladitos. El niño está durmiendo.
—¿Tienes un hijo? ¿Qué edad tiene?
—Doce. Pero parece de menos. Usa aparatos en los dientes.
—¿De verdad? Escucha, me parece que no debemos ir tan rápido ¿Ok? Ya te llamaré en estos días.
Traté de besarla sin que se notasen mis prisas por huir. No sé si lo logré. Al año siguiente, me casé con otra mujer.
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